¿Cómo se produce el aprendizaje? ¿Porqué aprendemos fácilmente algunas cosas y otras no? ¿Porqué hay destrezas o conocimientos que mantenemos y recordamos con una nitidez meridiana, y en cambio, otros los olvidamos con suma facilidad?
Del latín apprenhendere y compuesto por el prefijo ad- (hacia) y prae- (antes) y el verbo hendere -atrapar, se asocia a la acción de coger, agarrar, atrapar. Y podríamos visualizarlo como el gesto de un felino a la caza de su presa. Se trata por tanto, de una acción voluntaria que supone un movimiento y un esfuerzo para alcanzar y hacer suyo, apropiarse de algo. El motivo, el motor o el deseo de ese hendere, es el mismo que en el felino: el deseo.
Guy Claxton decía al respecto, «podemos llevar al caballo a la fuente, pero no obligarlo a que beba». Efectivamente, para que se produzca el aprendizaje debe existir cierta voluntariedad, de ahí el aprendo porque quiero. Esto nos lleva a varias preguntas. ¿Por qué quiero aprender unas cosas y otras no? ¿A qué atiendo? ¿Por qué algunas experiencias cargadas de contenidos y aprendizajes cantan mi atención durante horas y otras no lo hacen ni unos segundos?
Son varias las razones por las que esto sucede. Además el control voluntario de la atención, que como veremos en otras entradas es entrenable y susceptible de mejora. En este post vamos a abordar una de ellas: la influencia de la emoción.
Atendemos a lo que nos emociona porque nuestro cerebro interpreta que esto es valioso. Las emociones, todas son adaptativas. Nos preparan ante una amenaza o una oportunidad de aprendizaje valioso para la supervivencia. Al fin y al cabo nuestro cerebro está programado para sobrevivir.
Las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de acometer actividades y tareas para alcanzar cualquier objetivo. Los avances en neurociencia demuestran lo que para muchos padres y educadores era una obviedad: las emociones, el contexto emocional en el que se circunscribe el aprendizaje ejerce una influencia sensible en el aprendizaje. Situaciones emocionales de cierta intensidad favorecen la atención, procesamiento y consolidación de lo aprendido. “Aquellas experiencias que hemos vivido de un fuerte componente emocional se graban en nuestra memoria de forma mucho más duradera que otras experiencias emocionalmente más neutras” (Marta Portero, 2018) En definitiva, las emociones establecen los límites de nuestras capacidades mentales. (Goleman, 1995).
En la medida que estamos secuestrados por la ira, el enfado, la frustración, la ansiedad o la depresión, el alumno sufre grandes dificultades para procesar correctamente la información. Son emociones que obstaculizan la concentración y merman la capacidad cognitiva de la memoria de trabajo. Esto se debe a que la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región donde se localizan emociones y sentimientos. De mismo modo, la emociones agradables vinculadas al entusiasmo, la alegría, la seguridad, la expectativa positiva sobre la tarea, afecta directa y positivamente al rendimiento.
No obstante, esto no quiere decir que se deba y sólo se pueda educar desde y con las emociones agradables. Hoy sabemos que además de alegría, rabia, tristeza, miedo, asco y sorpresa se admiten cuatro emociones básicas más: curiosidad, seguridad, culpa y admiración. Las investigaciones de Roberto Aguado demuestran que se trata de respuestas bioquímicas y de expresión psicofisiológica específica y diferenciada con signos faciales concretos y universales a lo largo del tiempo.
De tal modo que se reconoce la curiosidad, la admiración, la seguridad y la alegría como emociones óptimas y más adecuadas del proceso educativo. Estas cuatro emociones sitúan al sujeto en una plataforma de acción y deseo, que como veremos en otras entradas, predisponen para el aprendizaje (pues tiende a llevarnos a la necesidad de observar, contemplar, permanecer, repetir, imitar, indagar, descubrir y crear). No obstante, y como veremos también, se puede (y se debe) educar desde todas las emociones. Por tanto, es obligado que el docente considere la emoción en la que está el alumno y la emoción que quiere generar en el alumno. Tener en cuenta el pensamiento, las expectativas, las relaciones y los estados de ánimo para programar contenidos y tareas de aula.